En el consultorio se escucha en reiteradas ocasiones
cosas similares a: “el que hace terapia, es porque tiene “problemitas”. Incluso en pacientes que consultan con la mayor de
las expectativas y con buen compromiso con el espacio terapéutico, en algún
momento refirió algo sobre ese prejuicio en forma implícita o explícita. El psicólogo Allport definió al prejuicio como
una actitud suspicaz y hostil hacia una persona que pertenece a un grupo, por
el simple hecho de pertenecer a dicho grupo, y que por esa pertenencia se le
adjudican las mismas cualidades negativas que se le adscriben a todo el grupo. Allport consiguió demostrar que los prejuicios
no están determinados por la personalidad de las personas, sino que son
aprendidos desde pequeños. Un prejuicio implica la acción de juzgar algo antes
de tiempo o aun sin tener un cabal conocimiento de ellas.
Algunos pensadores sostienen que existe en el hombre una tendencia
al prejuicio, y que su utilidad consiste en el ahorro mental; es decir, que la
realidad se presentaría tan compleja que la persona debería organizarla
cognitivamente en forma estructurada, y por ello agruparía conceptos de forma general,
lo que devendría en una facilitación a la formación de pre-juicios.
¿Entonces por qué
adquirimos este tipo de ideas?
Por mi parte,
concuerdo más con que aceptamos, incorporamos ideas de otras personas,
generalmente significativas para nosotros, y que, porque su autoridad y/o
credibilidad nos inspira la confianza suficiente para incorporar su pensamiento
y conceptos a los nuestros, sin siquiera tener que experimentar previamente con
ellos. Ahora, si una persona es capaz de
corregir sus juicios erróneos a la luz de los nuevos datos emergentes, no
estaría preservándolos, los prejuicios
se forjan a sí mismos con su irreversibilidad, a pesar del accionar de nuevas experiencias
esclarecedoras. ¿Entonces qué sucede con
los comentarios anteriormente planteados en el espacio terapéutico?
Es muy frecuente que en los días en los que se realizan
estas acotaciones aparentemente prejuiciosas, y que da la sensación de que el
consultante se distancia del espacio terapéutico (curiosamente siempre en los primeros minutos),
terminen aflorando cuestiones
extremadamente movilizantes para la persona.
Cosas que quizás nunca hubiera decidido enfrentar. Entonces se puede
pensar en estos prejuicios como un mecanismo defensivo aprendido y utilizado
hasta que las dificultades y la angustia se tornan insuperables. Al fin y al
cabo, ¿qué sentido tendría comportarse prejuiciosamente en un espacio al que se
asiste voluntariamente?
El prejuicio puede ser un mecanismo excelente para no
hacernos cargo de aquello que nos pasa, para evadirnos de lo que duele en el alma,
de lo que nos confronta con nuestras inseguridades, lo que no tenemos, lo que
no somos o lo que no fuimos.
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